¿Qué pasaría si de un día para el otro todos los televisores del mundo dejarán de funcionar?¿Cuáles serían las consecuencias luego de semanas,
meses o incluso años? ¿Y si, además, nadie sabe que pasó o cómo solucionarlo? S. B. Sutton plantea
esta distopia en El día que se apagaron los televisores, una ficción moderna que
toma como punto de partida la final del Campeonato Mundial de Fútbol 2002.
En diez capítulos, la autora relata un mismo suceso desde el punto
de vista de varios personajes que se concatenan y fusionan en busca de Gregory
Fisher, un astronauta retirado que no se sabe bien cómo pero puede llegar a ser
la solución a la repentina desaparición de la televisión.
Paco y María dan inicio a la obra. Viven en Brasil y recorrerán
América en busca de Fisher. Cada personaje de cada capítulo apuesta al
astronauta con convicción pero a tientas, a ojos ciegos, sin saber bien porqué.
Desde un hombre que levita y le brillan los tobillos hasta la
misteriosa aparición de un árbol gigante en el desierto de Sahara, Sutton hace que creamos en lo imposible y rebasa los límites de la verosimilitud.
“-Sí-, contesté con firmeza y traté de ocultar mi ignorancia con respecto a los límites geográficos entre la imaginación y la mentira”.
Al igual que todos los personajes, confiamos en Fisher. A lo largo
de más de doscientas páginas se nos hace imposible romper esa esfera de
fe y esperanza que invaden a los protagonistas. Si Paco lo cree (“sabe cosas”,
diría Fisher en relación a las premoniciones del brasileño) debe tener
razón, debe ser así.
Por fuera del argumento hay una realidad que espanta, una adicción y dependencia de la “caja boba” que al analizarlo no queda otra que darle la derecha.
Los hospitales rebalsan, la gente enferma, se fastidia. Aún sabiendo que no hay
señal, no hay televisión, mantienen los aparatos encendidos “por sí acaso”. Y
es que, “sea como fuere, la televisión alivia la miseria”.
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