“Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste”.Alejandra Pizarnik
Contra
toda premonición, sentencia o encasillamiento, la obra de Gabriel García
Márquez, El amor en los tiempos del cólera, no es tanto una obra
de amor como sí puede considerarse un relato de la vida, de los
periplos de la vejez, de sus encantos y sus demonios. Cuatro personajes
principales se confunden en los sedimentos de la obra. Todos arremetidos por un
ineludible presagio: la vejez y consigo, la muerte.
De allí, no se desprende más que un
cuestionamiento filosófico que trae como reminiscencia a los lectores el qué
han hecho con sus vidas a lo largo de todo este tiempo. El capitán del barco
“La Nueva Fidelidad” lo trae a consciencia pues, “lo asustó la sospecha tardía
de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”.
El Premio
Nobel de Literatura 1982 acusa que sólo en la vejez se puede sentir en plenitud,
con rigor y sin escabros del famoso: “¿qué dirán?”. Fermina y Florentino, los
protagonistas, están dispuestos a vivir, en relación a todo lo que esta palabra
conlleva.
Luego de haber sido víctimas de un amor febril en sus años de adolescentes, les
parece demasiado iluso, inocente y utópico la posibilidad de un reencuentro,
de la consumación de su compromiso para con el otro, ya tan alejado en el
tiempo.
Suena
cruel e incluso desleal culpar al destino (resulta corrupto desvincularse de
las propias decisiones) pero sí quizá al empeño, a la fuerza de voluntad, a la
memoria, al recuerdo de las ariscas pasiones sofocadas en manuscritos, como los
únicos factores capaces de corresponder a un amor que no lo fue por cincuenta
y tres años, siete meses y once días.
Desvencijados ya por el paso de los
años, corrompidos por la sordera, la presbicia y los dolores lumbares, sólo la
existencia de una primicia, de una certeza, les valió tanto a Fermina como a
Florentino superar su pasado, ahuyentar, olvidar y reanudar las tardes
compartidas en el parquecito de Los Evangelios, para desestimar la honra
social que los acometía:
“-¿Y hasta cuándo cree usted que podamos seguir en este ir y venir del carajo?- le preguntó(…)-Toda la vida- dijo”.
Cabe reconocer que el desenlace de la
historia o quizá de dicha primicia se compromete con la suerte sufrida por
Jeremiah de Saint Amour y por el doctor Juvenal Urbino. Las dos muertes de la
novela. Las dos posturas antagónicas, el contraste.
El primero exige a sí mismo
resguardarse “de los tormentos de la memoria”, mientras que el otro no es más
que su cómplice, alguien que se deja absorber y disolver por las ironías, las
retoricas y los absurdos que el paso de los años entreteje en favor de la mufa
y los desaires personales.
Redimirnos de los tormentos vividos,
conciliarnos con la vida o escapar, huir, autoexiliarnos de una prisión
enmarcada por enfermedades y arrugas. Otros, en cambio, eligen acabar con el
tiempo. Zambullirse en la rivera. Ir y venir. Sin rumbo: norte, sur; este,
oeste, da igual. Solo una constante: acabar como empezaron. Apostar a lo
cíclico, tal como lo hará “La Nueva Fidelidad”.
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