Fortuna




“Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.
Jonathan Swift
 
Los ojos amarillos y azules. La gorra verde de cazador. El inconformismo. John Kennedy Toole nos presenta en su obra, La conjura de los necios (1980) a  Ignatius, un excéntrico, un renegado del sistema, un hombre concebido por obra y gracia del espíritu santo o, al menos, eso hubiese preferido. Un sometido. Sometido a la calamidad de la vida, a un capitalismo egoísta y emergente, a una madre alcohólica y a la obligación escabrosa e inmoral de trabajar.

Ignatius J. Reilly defiende fervientemente a la Edad Media, el dominio eclesiástico y todo principio religioso que defina una sociedad diferente a la suya.  Es un personaje peculiar, puede ser un idealista como todo lo contrario. Reniega. Crítica y refunfuña. Todo parece estar mal a su alrededor, salvo él. Él tiene la clave, la teoría y la acción sobre cómo hay que vivir. “Mi magnificencia les turba”, dijo una vez.


Después de todo, es el genio contra quien todos conjuran. El incomprendido. El hombre contra el sistema. El que toma una sábana, la pinta y se manifiesta en pos de los derechos de los otros, levanta bandera contra lo “incorrecto”. Levanta bandera en pos de la decencia y el buen gusto, tópicos sumamente denigrados en la Nueva Orleans de los 50’,60’, desde el punto de vista de esos ojos amarillos y azules.  Levanta bandera pero no hace nada. Allí queda, estancado. Durmiendo sobre su escritorio al igual que la señorita Trixi. Nota lo que ocurre, lo crítica pero no lo entiende. Lo deja ser.

La época en que vive le parece profana, indecorosa, pecaminosa  y muchas “osas” más que describan lo erróneo, lo putrefacto de una sociedad. Ignatius no tiene límites. O sí, su válvula pilórica. Su único aporte abalado a partir  de su instrucción académica se ciñe a unos cuantos apuntes, a  un diario, a las memorias de “un hombre trabajador” que espera, sean alguna vez publicados –curioso si tenemos en cuenta que nos enfrentamos a un vehemente y apasionado crítico del sistema-.

Y es que La conjura de los necios va más allá del propio Ignatius. No se trata del hombre sino de la sociedad. Es una parodia, una sátira. Con quince personajes a lo largo de toda la obra, cada uno representa a un estrato social: el señor y la señora Levy; Jones; el patrullero Mancuso y el señor González; el propio Ignatius y su madre. Cada uno cumple un rol, le da un nombre, rostro, profesión y personalidad a lo que se busca criticar. Todos y cada uno, por separado. Todos juntos, destruyen Norteamérica. “Tos vosotros seríais más felices en la edad media. Deberíais conseguiros un cañón y flechas, tira una bomba nuclear encima de este sitio”. Quizá, por esta misma razón, le resultó imposible al autor publicarlo en vida.

 “Los EE.UU. necesitan teología y geometría, necesitan de buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo.”

John Kennedy Toole vivió por y para su obra. Se suicidó en 1969 tras el fracaso y la derrota personal que le significó no haber sido publicado. O, al menos, así lo justifican muchos medios y estudiosos de la literatura estadounidense. Lo cierto es que el autor no se esforzó demasiado en su cometido. Tras ser rechazado por Simon & Schuster, el ganador del Premio Pulitzer en 1981 se dio por vencido, ni siquiera inquirió en otras editoriales. Sabía que entre sus manos tenía “una obra maestra”. No le importó. Lo dejó estar.

Lo que Ignatius pretende escribir es “una extensa y demoledora denuncia contra nuestro siglo (…), un alegato desquiciado contra una sociedad desquiciada”. Sobre La consolación por la filosofía (Boecio), el personaje de Toole plantea: “El libro nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar. Describe el calvario de un hombre justo en una sociedad injusta. Es la verdadera base del pensamiento medieval”. A fin de cuentas, hay que dejar girar la rueda de la fortuna.


Comentarios